domingo, 3 de febrero de 2013

La generación del desarraigo


  Odio esos días en los que te despiertas arriba y, a lo largo de la jornada, terminas por los suelos. A veces me pregunto si ser seres racionales y conscientes de lo que pasa a nuestro alrededor nos sale realmente rentable. En estos tiempos la miseria es cada vez más palpable, y la belleza de una flor o de un amanecer como la otra cara de la moneda no nos convalida ante el futuro desolador que nos espera. “No seas negativa, mírale el lado positivo” o Nada es malo eternamente, sólo tienes que poner la otra mejilla” son palabras para bobos que se las quieren creer. ¡Qué felices y dichosos aquellos que pueden llevarlas a cabo! Mientras tanto, el resto, somos una juventud que ha perdido la ilusión por el futuro, sin esperanza, que busca salidas con desgana, o que está por estar, sin fuerzas ya para luchar contra viento y marea contra aquellos que destrozan los derechos por los que muchos de nuestros abuelos dieron su vida. 

  ¿Recordáis cuando en el colegio nos hablaban de los autores del desarraigo? Nos aprendíamos toda la parafernalia sin saber exactamente a qué se estaba refiriendo. A día de hoy cada vez me identifico más con ellos; con los que no se sentían pertenecientes al país y al contexto en el que vivían, con su desgana respecto a la sociedad. Porque sí, lo que nosotros sentimos ya tenía nombre, se llama sentimiento de desarraigo, y no somos los primeros en sentirlo, ni tampoco seremos los últimos, simplemente nos ha tocado vivirlo.



  Y, sí, como de costumbre no faltará aquel que piense  o diga que en         realidad debería estar agradecida, que tan mal no vivo, que se me brindan un montón de posibilidades para formarme y blablablá. No seáis mal pensados, no soy ninguna desagradecida. Es más, me siento incluso privilegiada de poder formarme en algo que realmente me gusta, pero aun así no puedo evitar sentir esa sensación de desgana al saber que a pesar de lo mucho que me pueda esforzar en lo mío, lo que me espera no es tan brillante como lo que imaginaba cuando pensaba al entrar en la universidad.  También agradezco el techo sobre mi cabeza, que mis abuelos luchasen por el futuro de aquellos que vendrían después, pero tampoco puedo evitar sentir la pena al ver cómo destrozan todo esto, como hacen oídos sordos a las demandas del pueblo, al escuchar su hipocresía y sus palabras vacías. Y mientras escribo y medito sobre todo esto, no puedo evitar envidiar al gato que se acurruca a mi lado, cuya única preocupación es tener pienso todos los días en su cuenco, un rinconcito donde dormir y que alguien le rasque tras las orejas.

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